[Por interés histórico, Socialismo Actual traduce este artículo de McCain publicado en The New York Times.]

Por quién doblan las campanas fue mi novela favorita, y su héroe, Robert Jordan, mi ídolo literario. Al igual que él, Delmer Berg luchó en España por amor. Por John McCain, senador republicano por Arizona, 24/3/2016.

Un obituario interesante apareció en The New York Times recientemente, sin embargo el fallecimiento del pasado mes pasó desapercibido más allá de su familia y amigos.

Eso no es sorprendente. Delmer Berg no era una celebridad. No era una persona con una gran riqueza o influencia. Nunca había tenido un cargo público. Él era californiano. Trabajó como peón y cantero. Realizó alguna actividad sindical. Fue vicepresidente de su sección local de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color. Protestó contra la Guerra de Vietnam y las armas nucleares. Se unió al Partido Comunista de Estados Unidos en 1943, y, según The Times, siguió siendo un «comunista redomado» todo el resto de su vida. Él tenía cien.

También fue el último veterano conocido de la Brigada Abraham Lincoln.

No muchos estadounidenses menores de setenta años saben acerca de la Brigada Lincoln. Es la designación dada a los cerca de tres mil voluntarios, en su mayoría estadounidenses, que lucharon en la Guerra Civil Española entre 1937 y 1938. Ellos lucharon en el bando republicano, en defensa del gobierno izquierdista elegido democráticamente en España, y en contra de los nacionalistas, los militares rebeldes encabezados por el Gral. Francisco Franco.

Los nacionalistas afirmaron que su causa era el anticomunismo y la restauración de la monarquía, y los republicanos profesaron luchar por la preservación de la democracia. El fascismo condujo a lo primero, mientras que los comunistas, tanto las variedades cínica como ingenua, buscaron controlar esta última. Y al campo republicano llegaron idealistas luchadores por la libertad desde el extranjero.

La Brigada Lincoln, originalmente un batallón, era una de las unidades de voluntarios que formaban parte de las Brigadas Internacionales, el nombre dado a las decenas de miles de voluntarios extranjeros que vinieron de decenas de países, y se organizaron y en gran parte fueron dirigidos por el Komintern, la organización internacional comunista controlada por los soviéticos. Los nacionalistas de Franco fueron apoyados por la Alemania nazi y la Italia de Mussolini.

España se convirtió en el teatro donde las tres ideologías más poderosas del siglo XX —el comunismo, el fascismo y la autodeterminación— comenzaron la guerra que se prolongaría, de una forma u otra, durante más de medio siglo, hasta que los defensores de la libertad y su campeón, Estados Unidos, prevalecieron.

No todos los estadounidenses que lucharon en la Brigada Lincoln eran comunistas. Muchos sí, como Delmer Berg. Otros, sin embargo, sólo iban a combatir fascistas y a defender la democracia. Incluso muchos comunistas, como el Sr. Berg, creían que eran luchadores por la libertad en primer lugar, sacrificando su vida y su integridad en un país sobre el que sabían poco, para un pueblo que no conocían.

Es posible considerarlos románticos, luchando en una causa perdida por algo más grande que su interés personal. Y a pesar de que hombres como el Sr. Berg se identificarían con una causa, el comunismo, que ocasionó significativamente más miseria que la que alivió —y subordinó la dignidad humana al Estado— siempre he albergado admiración por su valor y sacrificio en España.

Me he sentido así desde que era un chico de doce años leyendo Por quién doblan las campanas de Hemingway en el estudio de mi padre. Es mi novela favorita, y su héroe, Robert Jordan, el maestro del Medio Oeste que lucha y perece en España, se convirtió en mi héroe literario favorito. En la novela, Jordan empieza a ver la causa inútil. Era cínico sobre el liderazgo, y desconfiado de los cuadros soviéticos que intentan sobornarlo.

Pero en la escena final del libro, un Jordan herido elige morir para salvar las pobres almas españolas con las cuales y por las cuales luchó. Y la causa de Jordan no era más un choque de ideologías, sino un noble sacrificio por amor.

«El mundo es un buen lugar y vale la pena luchar por él», piensa Jordan mientras espera morir, «y odio mucho dejarlo». Pero él no lo deja. De buena gana.

El Sr. Berg fue a España cuando él era un hombre muy joven. Luchó en algunas de las batallas más grandes y más decisivas de la guerra. Sufrió heridas. Vio amigos morir. Él sabía que había dedicado su vida a una causa perdida, por un pueblo que era desconocido, pero al que estaba obligado y no abandonaría. Luego regresó a casa, entró en el negocio de cemento y cantería y luchó por las cosas en las que creía el resto de su larga vida.

No creo en la mayoría de las cosas que el Sr. Berg creía, excepto esto. Creo que, como escribió Donne, «ningún hombre es una isla, completo en sí mismo». Él es «parte de un todo». Y creo que «la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad».

Así era el Sr. Berg. Él no tuvo que preguntar por quién doblan las campanas. Él sabía que sonaron por él. Y yo le saludo. Descanse en paz.


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